The following opinion piece, translated here from Spanish (thank you, Google Translate) by novelist Enrique Vila-Matas on the “horror and absurdity” of interviews where authors are asked to speak about their own books, appeared in Colombia’s El Colombiano. An interaction between John Ashbery and Kenneth Koch serves as inspiration for why authors might best choose not to talk about their work. [Original Spanish version appears below the translation.]
I HAVE NOT COME TO TALK ABOUT MY BOOK
February 22, 2019
By ENRIQUE VILA-MATAS
The only two conversations I've had with Jean Echenoz, sitting on the terrace of a café and with time ahead—one in Barcelona last century and the other, a few months ago, facing the sea of Bastia—revolved around the same and unique theme: the horror and absurdity of the interviews in which the author of a book is expected to explain what he has written. On both occasions, we imagine Kafka clarifying again and again to the press of Prague the meaning of the metamorphosis and what kind of strange animal was "the monstrous creature" to which he referred in the first line of his story. What was it? A bug, a centipede, a beetle, a locust? And we also imagine an overwhelmed Marcel Proust, surrounded by journalists who would be demanding that he explain scientifically why a cupcake dipped in tea can make us travel to the past.
Julio Ramón Ribeyro said that one writes two or three books and then spends his life answering questions and giving explanations about them, which would prove that people are interested as much or more in the author's opinions about their books than their own books, and who knows, maybe because of it that author does not write new books or only books about his books. To counter this danger, Ribeyro proposed to keep in mind that a good work has no explanation, a bad work has no excuse and a mediocre work lacks all interest.
So that if one day the authors deleted the explanations about their books we might not miss anything. What's more, we would save ourselves from rude efforts and useless sweats. It is something John Ashbery seemed to have clear when he interrupted his friend, also a poet, Kenneth Koch, in a 1965 conversation in Tucson, Arizona. He interrupted him to say: "Yawn." The tense silence that followed that word was the starting point of a brief scuffle. Koch: "Can I know why you get bored?" Ashbery: "What you said was too much like how artists talk when they try to explain their art. And I think it's very difficult to be a good artist and be able to intelligently explain your work. In fact, the worst of your art is always that which is easier to talk about."
Perfect thesis. Since I read it, it makes me uneasy to see that I am going to speak with some ease about the book I have just published. Luckily, there are times when I stop that happiness and make the truth come out. I say that the book is so good that I will be unable to explain it in an intelligent way. Even so, they ask me questions and I wait to get to the last one—always about my projects—in order to finally simulate that I explain something.
When that final question arrives, I say that I would prefer not to think that I have any specific goal, since in that case I might be forced to program myself. If the interviewer's expectations are broken, the problem usually comes when, after that answer, he still has another question.
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NO HE VENIDO A HABLAR DE MI LIBRO
Por ENRIQUE VILA-MATAS
Las dos únicas conversaciones que he tenido con Jean Echenoz, sentados en la terraza de un café y con tiempo por delante –una en Barcelona el siglo pasado y la otra, hace unos meses, frente al mar de Bastia–, giraron en torno a un mismo y único tema: el horror y el absurdo de las entrevistas en las que se espera que el autor de un libro explique lo que ha escrito. En ambas ocasiones, imaginamos a Kafka aclarando una y otra vez a la prensa de Praga el significado de La metamorfosis y qué clase de extraño animal era “el monstruoso bicho” al que hacía referencia en la primera línea de su relato. ¿Qué era? ¿Un chinche, un ciempiés, un escarabajo, una langosta? Y también imaginamos a un agobiado Marcel Proust, rodeado de periodistas que estarían exigiéndole que explicara científicamente por qué una magdalena sumergida en el té puede hacernos viajar al pasado.
Decía Julio Ramón Ribeyro que uno escribe dos o tres libros y luego se pasa la vida respondiendo a preguntas y dando explicaciones sobre ellos, lo que probaría que a la gente le interesa tanto o más las opiniones del autor sobre sus libros que sus propios libros, y que quién sabe, quizás a causa de ello ese autor no escribe nuevos libros o solo libros sobre sus libros. Para contrarrestar este peligro, proponía Ribeyro tener presente que una buena obra no tiene explicación, una mala obra no tiene excusa y una obra mediocre carece de todo interés.
De modo que si un buen día suprimieran los autores las explicaciones sobre sus libros quizás no echáramos en falta nada. Es más, nos ahorraríamos groseros esfuerzos y sudores inútiles. Es algo que parecía tener claro John Ashbery cuando interrumpió a su amigo, también poeta, Kenneth Koch, en una conversación de 1965 en Tucson, Arizona. Le interrumpió para decir: “Bostezo”. El tenso silencio que siguió a esa palabra fue el punto de partida de un breve rifirrafe. Koch: “¿Puedo saber por qué te aburres?”. Ashbery: “Lo que decías se parecía demasiado a cómo hablan los artistas cuando pretenden explicar su arte. Y yo pienso que es muy difícil ser un buen artista y ser capaz de explicar de manera inteligente tu trabajo. De hecho, lo peor de tu arte siempre es aquello de lo que resulta más fácil hablar”.
Perfecta tesis. Desde que la leí, me intranquiliza ver que voy a hablar con cierta facilidad del libro que acabo de publicar. Por suerte, hay veces que freno en seco esa felicidad y hago que asome la verdad, digo que el libro es tan bueno que voy a ser incapaz de explicarlo de una manera inteligente. Aún así me hacen preguntas y yo espero a llegar a la última –siempre acerca de mis proyectos– para poder por fin simular que explico algo.
Cuando esa pregunta final llega, digo que preferiría no pensar que tengo algún objetivo en concreto, ya que en tal caso podría verme obligado a programarme a mí mismo. Rotas las expectativas del entrevistador, el problema suele llegar cuando, después de esa respuesta, a este aún le queda otra pregunta.